Reflexiones sobre el nuevo ministerio

Reflexiones sobre el nuevo ministerio
a Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA), Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)
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Introducción

La integración de las competencias de agricultura, pesca, alimentación, desarrollo rural y medio ambiente en un solo ministerio (de Medio Ambiente, de Medio Rural y Marino) con la correspondiente eliminación de dos áreas ministeriales autónomas, es una de las novedades del gobierno Zapatero en su segunda legislatura.
Puede parecer una decisión sorprendente, ya que se suprime el Ministerio de Agricultura (MAPA) en un contexto en el que, de nuevo, los temas agrarios adquieren importancia en la agenda política, sobre todo en lo relativo a la producción de alimentos. Asimismo, en lo que respecta a la eliminación del Ministerio de Medio Ambiente (MAM), la decisión causa cierta perplejidad, pues venía siendo norma en los gobiernos de los últimos doce años en España la consolidación de un área ministerial autónoma en materia ambiental, con competencias claramente separadas de las de agricultura, de donde había asumido algunas de ellas (forestales, conservación de la naturaleza, espacios naturales,…).
Aunque el Gobierno ha señalado que con esta decisión pretende mejorar la gestión de los temas agrarios y ambientales, lo inmediato es la percepción ciudadana de que desaparecen dos ministerios bien consolidados: el viejo MAPA (con más de cien años de historia a sus espaldas) y el más reciente MAM (con sólo doce años de historia, pero con una presencia importante en la opinión pública como garante de la protección del medio ambiente). Una vez transcurridas las primeras reacciones ante una medida que no ha dejado indiferente a ninguno de los sectores afectados, puede que tenga sentido analizarla con algo más de sosiego, procurando extraer los elementos que podrían explicar la decisión del presidente Zapatero y diseñar un escenario para el debate. Tal es el objetivo de este artículo, que no pretende exponer opiniones personales sobre la bondad de la decisión, sino mostrar un marco explicativo en el que poder situar la lógica de los hechos y las posiciones esgrimidas por los distintos grupos de intereses (organizaciones agrarias, industrias alimentarias y organizaciones ecologistas).
Comencemos afirmando que la idea de reintegrar las competencias agrarias y ambientales en un macro ministerio no es nueva. En efecto, desde hace tiempo se viene opinando a favor de la necesidad de reorientar (e incluso suprimir) el ministerio de Agricultura una vez producida la transferencia de la casi totalidad de las competencias agrarias a las Comunidades Autónomas, y pasado a los gobiernos regionales la gestión de los fondos agrícolas europeos, además de haberse aumentado la participación de estos gobiernos en las instituciones y comités de gestión de la UE.
Respecto al tema ambiental, no hay que olvidar que, ya en su día, el proyecto de creación de un ministerio de Medio Ambiente (propuesto inicialmente, aunque sin éxito, por el PSOE, y luego hecho realidad por el PP en el primer gobierno Aznar en 1996) fue motivo de debate y controversia, tal como ocurrió en otros países europeos que habían seguido una pauta similar. Era un debate planteado en los siguientes términos: ¿tiene sentido crear un área ministerial autónoma que se ocupe de temas transversales como los relacionados con el medio ambiente, o es mejor que el principio de sostenibilidad ambiental impregne todas las acciones que se desarrollan en la esfera de la administración pública (sea agricultura, pesca, industria, obras públicas, transporte, espacios naturales, educación, salud,…) sin necesidad de crear un ministerio especializado en ese menester?. Ya entonces hubo voces que alertaron del riesgo que se corría creando nuevos departamentos de medio ambiente a nivel estatal y regional. Señalaban que tales departamentos podrían fomentar un nuevo espíritu corporativo dentro de la Administración, que, aliado con el movimiento ecologista, conduciría a una especie de fundamentalismo conservacionista, más dañino incluso que el rancio agrarismo anclado en los departamentos de agricultura.

La gestión autónoma del medio ambiente

El predominio del principio de desarrollo sostenible, allá por la primera mitad de los años 90 (con el Informe Brutland como indiscutible referencia), y la fuerte influencia mediática de los temas ambientales, pusieron sordina a las opiniones que dudaban de los beneficios que la creación de un ministerio de Medio Ambiente podía tener para la gestión del medio natural en España.
Esas voces críticas advertían del error que suponía confundir entre la gestión del medio ambiente “verde” (rural-natural) y la del medio ambiente “gris” (urbano-industrial), mezclando políticas que debían responder a lógicas diferentes. Argumentaban, además, que en un territorio tan vasto y extenso, como el español, donde la amplia superficie de espacios naturales se basa en una estrecha imbricación entre usos tradicionales del monte, prácticas agroganaderas extensivas y aprovechamiento forestal, no tenía mucho sentido separar las competencias agrarias y ambientales a la hora de gestionar tales espacios, es decir, de gestionar el medio ambiente “verde”. En este sentido, señalaban también que muchos de nuestros espacios naturales de gran valor ecológico (por su contribución a la biodiversidad) están ubicados en áreas donde la agricultura sigue siendo un motor importante de desarrollo y un elemento clave para su conservación, lo que, en su opinión, introducía un factor adicional a favor de la no separación de las competencias agrarias y ambientales. Decían que sin agricultura no hay posibilidad en España de conservar de forma sostenible (en términos económicos y sociales, pero también ecológicos) su amplio patrimonio natural. A ello añadían la consideración de las necesidades de regulación hidráulica de un país, como el nuestro, con un déficit crónico de agua, y donde el desarrollo agrícola de muchos territorios rurales depende, en gran medida, de la expansión de la superficie de regadíos, lo que haría más perentoria si cabe una prudente coordinación entre la lógica productiva y la conservacionista, evitando que una se impusiera sobre la otra. Afirmaban, en definitiva, que en una situación tan singular como la española, muy distinta a la de otros países europeos, la separación drástica de las competencias agrarias y las de gestión del territorio y el medio natural en dos ministerios, no auguraba buenos resultados para el medio ambiente “verde”.
Sin embargo, ante el predominio del discurso proambiental (con la Cumbre de Río, primero, la de Johannesburgo, después, y el Protocolo de Kiotto, como telón de fondo), tales críticas eran percibidas como reflejo ya caduco de los intereses corporativos agrarios, unos intereses temerosos (decían) de perder influencia ante la aparición de nuevos departamentos de medio ambiente en lo que entonces se entendía como una importante innovación en la estructura de los gobiernos europeos.
A principios de los años 90, el desprestigio de la PAC tras décadas de productivismo a ultranza, la generación de excedentes en muchos productos (sobre todo, cereales, leche y carne) y el despilfarro del gasto público en forma de ayudas a la agricultura no siempre justificadas (con evidentes efectos de desigualdad entre grandes y pequeños agricultores), así como el uso incontrolado de agua en el regadío y la aparición de efectos nocivos de la agricultura intensiva sobre el medio ambiente, eran factores que contribuirían a que el sector de la producción agraria (y su cohorte de dirigentes sindicales, funcionarios e ingenieros agrónomos) fuera percibido como reflejo de inmovilismo y de afán depredador de la naturaleza. Frente a él, emergía la imagen modernizadora de los nuevos departamentos de medio ambiente (inspirados en una lógica de modernización sostenible, reflexiva y ecológica), con su hornada de gestores de espacios naturales y ambientalistas de diversa procedencia (biólogos, geógrafos, ecólogos, licenciados en ciencias ambientales,…) y con vocación de gestionar de forma conjunta tanto el medio ambiente “verde”, como el “gris”.
En ese contexto, se viviría el empuje arrollador de la política conservacionista dirigida desde estos nuevos departamentos (ministerio y consejerías de medio ambiente). De un lado, en todo lo relativo al medio ambiente “verde” (es decir, la gestión del medio natural), declarando protegida la más grande superficie de espacios naturales de Europa, paralizando (desde la óptica de una nueva cultura del agua) los proyectos de ampliación de la capacidad reguladora de nuestros embalses, aprobando normas restrictivas para limitar el acceso y uso del monte y regular el desarrollo de prácticas como la caza con el argumento de asegurar la biodiversidad. De otro lado, en lo relativo a la gestión del medio ambiente “gris” (urbano-industrial), diseñando ambiciosos planes de actuación para poner freno a la urbanización salvaje de las zonas costeras, promover el almacenamiento y reciclaje de los residuos sólidos tanto urbanos como industriales, reducir la emisión de gases de efecto invernadero, promocionar el transporte colectivo, disminuir los niveles de contaminación atmosférica de origen industrial o la contaminación acústica en las ciudades, así como contribuir a la solución del problema de abastecimiento de agua en algunas regiones mediante opciones alternativas a los trasvases entre cuencas.
Sin dejar de reconocer el ímprobo esfuerzo de los funcionarios de medio ambiente en su celo conservacionista, no parece que en estos doce años se haya producido una adecuada integración con los departamentos de agricultura en todo lo relacionado con la gestión del medio ambiente “verde”, sino todo lo contrario, surgiendo discrepancias serias, y alguna que otra confrontación, en asuntos tan importantes como la gestión de los espacios de la Red Natura 2000, la aplicación del programa agroambiental, la reforestación de tierras agrícolas, la gestión de los recursos hídricos o el papel de los agricultores en la prevención y lucha contra los incendios forestales. También hay serias dudas de que se hayan logrado los ambiciosos objetivos que justificaron en su día la creación de un ministerio de Medio Ambiente en materia de protección del medio ambiente urbano-industrial, si bien es verdad que todos ellos precisaban de una buena coordinación con los gobiernos de las Comunidades Autónomas y las corporaciones locales, cosa que, en bastantes ocasiones, tampoco se ha producido.
Esto explica que, ya antes de las elecciones del 9-M, en plena elaboración de los programas electorales, desde el propio entorno del PSOE algunos grupos de opinión plantearan reparos a la conveniencia de mantener el modelo basado en un ministerio que abarque toda la política relacionada con el medio ambiente (tanto en su dimensión “verde” como “gris”). Tales reparos se planteaban, sobre todo, en términos de eficacia en la gestión, más allá de reconocer el evidente efecto positivo que ha tenido la existencia del Ministerio de Medio Ambiente sobre la opinión pública y los medios de comunicación situando los temas ambientales en un lugar destacado de la agenda política y mediática y promoviendo dinámicas de participación social en temas como las Agendas Locales 21.
Pero además de este problema de coordinación interdepartamental (más o menos agudizada según los temas a nivel estatal o en determinadas regiones), hay otros elementos que han configurado un nuevo escenario en las relaciones entre agricultura y medio ambiente, donde habría que situar la decisión de integrar ambas competencias en la gestión de los espacios naturales. De un lado, las nuevas orientaciones de la política europea de desarrollo rural, que promueven la convergencia entre las dimensiones agraria, ambiental y territorial. De otro lado, la crisis energética y alimentaria, que ha inducido cambios importantes en el orden de prioridad entre objetivos productivos y conservacionistas a la hora de gestionar el medio natural; sin olvidar los nuevos planteamientos ambientalistas que abogan por la convergencia entre agricultura extensiva y medio ambiente como la mejor forma de asegurar la biodiversidad en tales espacios.
Y todo ello en un contexto de crisis económica general, de duración imprevisible, pero que se augura intensa en esta legislatura, donde el Gobierno plantea como prioridad el desarrollo urgente de políticas anticíclicas basadas en ambiciosos proyectos de inversiones en el ámbito de las obras públicas, cuya rápida ejecución se vería entorpecida con la exigencia de informes de impacto ambiental realizados desde un departamento autónomo de medio ambiente. A ello habría que añadir la apuesta del nuevo Gobierno por cambiar a medio y largo plazo el modelo español de crecimiento, sustituyendo la dependencia del sector de la construcción inmobiliaria, por el desarrollo de sectores como la agroindustria, la industria aeroespacial, la producción de energía o la biotecnología, sectores todos ellos de todavía efectos imprevisibles sobre el medio ambiente.

Un nuevo escenario

Uno de los elementos del nuevo escenario es, como se ha indicado, la aplicación del Reglamento europeo de Desarrollo Rural (FEADER), que significa una clara apuesta de la UE por integrar las dimensiones agrarias, territoriales y ambientales en la política de desarrollo de las áreas rurales, constituyendo un reto cuyo logro podría verse facilitado mediante la integración de los departamentos de agricultura y medio ambiente o bien intensificando la coordinación entre ambos. El Gobierno opta ahora por la primera fórmula, mientras que la mayoría de los gobiernos de las Comunidades Autónomas parecen haber elegido la segunda al mantener la separación entre esas dos consejerías (como ha sido el caso del nuevo gobierno de la Junta de Andalucía). Una vez aprobados los planes regionales de desarrollo rural, al nuevo Ministerio le correspondería desempeñar una labor de coordinación y de visión integradora, tarea que no se prevé fácil si no hay paralelismo a la hora de estructurar las competencias agrarias, ambientales y territoriales en el ámbito estatal y en los niveles regionales de gobierno.
Un segundo elemento es la aprobación (al final de la pasada legislatura) de la Ley de Desarrollo Sostenible del Medio Rural, y el complicado reto del gobierno socialista de aplicarla realmente en los territorios rurales durante esta nueva legislatura. Una ley, como ésta, inspirada en los principios de la multifuncionalidad y con vocación de coordinar las acciones de gobierno con una visión integral del medio rural, exigía que, al menos, dos de los departamentos más relevantes, por sus implicaciones en los ejes de actuación previstos en ella (agricultura, desarrollo territorial y conservación del medio ambiente), integraran sus competencias.
Un tercer elemento es la grave crisis energética provocada por la imparable subida del precio del petróleo, que, además de reabrir el debate sobre el uso de la energía nuclear, está planteando la conveniencia de desarrollar los cultivos agroenergéticos para la producción de biocombustibles, orientación que exige una adecuada integración entre objetivos agrarios y ambientales, con objeto de evitar efectos perversos sobre el medio ambiente.
Finalmente, las turbulencias en los mercados mundiales de alimentos (con problemas serios de desabastecimiento, debido a causas diversas que no ha lugar a comentar aquí) crean un escenario donde se produce un cambio en la escala de prioridades y una reordenación de las preferencias en el marco de las relaciones entre conservación del medio ambiente y aprovechamiento agrícola de los recursos naturales, además de reactivar el asunto de los cultivos transgénicos.
De este modo, el discurso de “producir menos y mejor” (que ha dominado la política agraria europea en las dos últimas décadas y que ha justificado, en cierto modo, la aceptación de restricciones ambientales a la agricultura a partir de una lógica conservacionista del medio natural) comienza hoy a ser sustituido por otro mucho más matizado, por no decir opuesto. Este nuevo discurso (que podríamos calificar de neoagrarista) apuesta por incrementar la producción agraria con fines alimentarios y por relajar las restricciones ambientales sobre la agricultura sólo hasta el nivel de lo admisible (nivel que se situaría en la prohibición sólo de aquellas prácticas agrícolas y ganaderas de efectos claramente nocivos para el medio ambiente a corto plazo, pero que no debiera ir más allá de eso).
En ese contexto se está comenzando a revisar, además, la tesis de la nueva cultura del agua sobre los regadíos agrícolas, apostándose ahora no sólo por el ahorro, sino por aumentar la oferta de recursos hídricos, reactivando proyectos de embalses que habían sido paralizados en la primera mitad de los años 90. Se piensa, en definitiva, que, en un escenario de cambio climático, donde se prevé que las lluvias se concentrarán en periodos reducidos del año, pero con una fuerza torrencial mayor que antes, sería conveniente aumentar la capacidad de regulación de nuestros pantanos para almacenar agua durante esos periodos.
Todo ello supone una revisión en profundidad de muchas de las ideas que habían dominado el panorama político de la agricultura y el medio ambiente en las dos últimas décadas, y que habían servido de base argumental para controlar desde fuera (desde los departamentos de medio ambiente) la vocación expansiva del sector agrario. De ser satanizada como símbolo del despilfarro en la utilización de los recursos naturales, y del despropósito en el aprovechamiento de las cuantiosas ayudas económicas destinadas al sector, la agricultura se convierte ahora en un sector económico al que se le pide de nuevo que intensifique la producción y que sea, una vez más, la garantía del abastecimiento alimentario de la población europea. Veremos dentro de unos meses cual es el reflejo de este cambio discursivo en el chequeo que se prevé realizar a la PAC en este año 2008.
Es en ese contexto y no en otro donde hay que leer la decisión de Zapatero de crear un Ministerio de Medio Ambiente, Rural y Marino, integrando las competencias de agricultura, desarrollo rural y medio ambiente. La medida es audaz en términos estratégicos (una especie de juego de “suma positiva”), pues se consigue con ella aparentar que ninguno de los dos ministerios anteriores sale perdiendo, y que no se produce la absorción de un ministerio por otro, sino que, de la integración de ambos, emerge un macroministerio de mayor rango político, con dos Secretarías de Estado (una, de Medio Ambiente y Agua, para los temas agrarios y rurales, que conforman el medio ambiente “verde”, y otra, de Cambio Climático, para los temas que componen el medio ambiente “gris” o urbano-industrial, y que guardan más relación con los problemas del cambio global en materia de contaminación y sostenibilidad).
El hecho de que la sede de este macroministerio continúe siendo la del noble edificio de Atocha (blasón del agrarismo durante más de un siglo) y que siga al frente del mismo la anterior ministra de Agricultura, contribuyen a ello. Aunque este hecho no tiene mayor importancia en términos reales, sí la tiene en términos simbólicos, dándose la impresión de que los intereses agrarios no quedan relegados a un segundo plano en un ministerio del que desaparece la mención a la agricultura, tanto en su denominación general, como en la de las dos Secretarías de Estado que lo componen (cabe preguntarse cuán virulenta hubiera sido la reacción del sector agrario si al frente del nuevo ministerio se hubiera colocado la anterior ministra de Medio Ambiente).
Sin embargo, tras esa apariencia de continuidad, se produce la práctica desaparición del Ministerio de Agricultura, algo, que, en ciertos círculos de opinión, se venía reclamando desde hace tiempo. Tal desaparición no debiera, en principio, revestir mayor gravedad, ni teñirse de dramatismo, si tenemos en cuenta que, como se ha comentado al principio, este ministerio se había ido quedando prácticamente sin competencias al producirse la descentralización política y administrativa a las Comunidades Autónomas (CC.AA.) y transferirse a otros organismos temas como el comercio exterior, la investigación agraria, la capacitación y formación profesional, las semillas o la inspección alimentaria, y si consideramos que muchos de sus funcionarios o han sido transferidos en el marco de este proceso descentralizador o están a la espera de la jubilación. De hecho, sólo le quedaba los temas pesqueros, los seguros agrarios (gestionados de forma autónoma a través de la empresa pública ENESA), la gestión (compartida) de los fondos agrícolas europeos (como el FEADER y el FEGA, que incluso se ha planteado su transferencia al ministerio de Economía) y la representación estatal en los comités de gestión de la PAC en Bruselas (que desde hacía algún tiempo venía haciéndose de forma compartida con representantes de los gobiernos regionales). A ello habría que añadir, sin duda, la loable labor realizada por el servicio de publicaciones del MAPA en la edición y archivo de documentos y estadísticas con una visión integral y estratégica, labor cuya importancia aumenta en un escenario, como el de ahora, donde al tiempo que crece la demanda de información por parte de los ciudadanos, se hacen cada vez más dispersas las fuentes documentales como consecuencia de la descentralización administrativa.
En ese contexto, han surgido opiniones que incluso piden aprovechar la oportunidad que supone la creación del nuevo ministerio, para tratar los temas agrarios y alimentarios desde una perspectiva más integral, con una visión interprofesional y de filíére, pero incorporando en ella la dimensión territorial, dado que hoy el futuro de muchos espacios rurales pasa por revitalizar el valor del territorio como recurso endógeno.

Reacciones de los diversos grupos sociales

Las reacciones han sido diversas, como corresponde a la variedad de grupos implicados en mayor o menor medida en la gestión del medio ambiente, y más concretamente en todo lo relacionado con el medio ambiente “verde”, es decir, con la agricultura, el medio ambiente y los espacios rurales.

Los ecologistas

Desde posiciones ecologistas, han sido unánimes las voces que han criticado con fuerza la medida, interpretándola como una involución en la tendencia proambientalista que se venía extendiendo desde hace dos décadas en la opinión pública. Basta con leer las reacciones de las organizaciones más destacadas (como Greenpeace, Adena o Ecologistas en Acción), cuyos dirigentes se sienten defraudados por un Gobierno del que esperaban (no sin cierta ingenuidad) un salto cualitativo con la creación incluso de una vicepresidencia sobre sostenibilidad que asumiera la Estrategia sobre el Clima. La creación del nuevo ministerio la perciben como un repliegue del partido socialista ante las presiones de los grupos agrarios y afines contra las políticas de preservación del medio ambiente y concretamente contra la ley del Patrimonio Natural y la Biodiversidad (como ocurrió con la manifestación de las federaciones de cazadores y de algunas organizaciones agrarias en Madrid, días antes de las elecciones del 9-M).
No les falta razón a los grupos ecologistas para preocuparse. Ante la apariencia de continuidad (pues, se mantiene la denominación “medio ambiente” en el nuevo ministerio), lo cierto es que el rango político de los temas ambientales desciende al menos un escalón (el que va de haber estado gestionadas por una Ministra a serlo ahora por la nueva Secretaria de Estado de Cambio Climático). Ello conlleva una evidente rebaja en el nivel de interlocución de estos grupos con las instancias del nuevo ministerio, además de los posibles efectos negativos que tal medida pueda tener en la importancia de esos temas en la agenda política y mediática, aunque puedan ser contrarrestados esos efectos en los niveles regionales donde se mantienen las consejerías de medio ambiente.
Aun así lo que resulta evidente es que, con la nueva estructura de gobierno, se abandona realmente la tesis (dominante estos doce años) de que los temas ambientales son más eficientemente tratados desde un ministerio específico que abarque el medio ambiente en su totalidad (tanto en su dimensión “verde” o rural-natural, como en su dimensión “gris” o urbano-industrial). A cambio, se recupera la idea de que es mejor integrar sólo las dimensiones agraria y conservacionista en la gestión del medio natural, y dejar que la gestión del medio ambiente urbano-industrial se lleve a cabo desde los distintos ministerios implicados, confiando en que una extensión generalizada del principio de la sostenibilidad ambiental impregne sus respectivas acciones de gobierno.

Los grupos agrarios

En lo que se refiere al sector agrario, la primera reacción fue la de aplaudir la medida adoptada por Zapatero, ya que se entendía que “las cosas volvían adonde deben estar y de donde no deberían haber salido”, es decir, reintegrando los asuntos ambientales en la agricultura, pues para los agricultores ellos son “la mejor garantía para la conservación de los espacios naturales”. La continuidad en el nuevo ministerio de algunos de los altos cargos del antiguo MAPA (empezando por la propia Ministra, Elena de Espinosa, y el antiguo Secretario de Agricultura, Josep Puxeu) podía dar la apariencia de que las cosas continuarán igual que antes en lo que se refiere a la gestión de los intereses agrarios, pero me da la impresión de que la reforma no es cosmética, sino de mayor calado.
Esto parece haberlo presentido las tres organizaciones profesionales agrarias (ASAJA, COAG y UPA) y, en menor medida, la confederación de cooperativas (CCAE), que han expresado su preocupación por el cambio, además de lamentar que no se mencione a la agricultura en el nombre del nuevo ministerio. En su fuero interno, sus dirigentes son conscientes de que, con la nueva estructura, disminuye el nivel político que tenían como interlocutores. A partir de ahora saben que encontrarán serias dificultades para establecer una interlocución directa con la responsable de la cartera ministerial, no sólo porque la agenda de la ministra estará obviamente mucho más sobrecargada que antes, sino porque, a partir de ahora, ya no será sólo la “ministra de la agricultura y de los agricultores” (lo cual simbólicamente tiene su importancia). En su nuevo área de responsabilidad, se tendrá que mostrar receptiva a una más amplia gama de intereses, donde intentarán ejercer influencia como interlocutores grupos y asociaciones de diversa naturaleza.
Probablemente, las organizaciones profesionales agrarias deberán recurrir a la interlocución directa con una de las dos Secretarías de Estado, pero esto tampoco está nada claro, pues no podemos olvidar que su denominación hace referencia al Medio Rural y el Agua (y no a la agricultura, que ni siquiera se menciona en la nueva Secretaría General), con lo cual tendrán que compartir interlocución, al menos, con las redes de desarrollo rural y las federaciones de regantes. Lo único que les quedaría, por tanto, es el nivel de las direcciones generales más especializadas en los temas agrícolas y ganaderos, un nivel éste de interlocución que, para unas cúpulas dirigentes del sindicalismo agrario acostumbradas a (y necesitadas para su supervivencia de) ser reconocidas como interlocutores al más alto nivel político, puede resultarle poca cosa.
Ante esta reacción pudiera pensarse que los temas relacionados con la producción agraria y la alimentación perderán inevitablemente importancia en las prioridades del nuevo ministerio, lo que tendría efectos negativos para un sector tan significativo de nuestra economía en un momento de especial relevancia por los desajustes en los mercados alimentarios, donde se hace necesaria la presencia española en los foros internacionales (FAO, OMC, BM,…). Pero si analizamos con detalle cómo está realmente vertebrado el sector agroalimentario, la conclusión puede ser otra. En efecto, junto a las tres organizaciones profesionales agrarias, que, en mi opinión, son las que deben sentirse realmente preocupadas, existen potentes asociaciones sectoriales (Anprogapor para el porcino, Asoprovac para el vacuno de carne, Intercitrus para los cítricos, Fepex para los productos hortícolas,…), que representan lo más granado del potencial productivo de la agricultura española y cuya interlocución con los poderes públicos no tiene por qué verse afectada con la estructura del nuevo ministerio. Sus instancias de interlocución seguirán donde han estado siempre, es decir, en las direcciones y subdirecciones generales correspondientes y en las jefaturas de servicio, que son las áreas donde estas organizaciones especializadas por productos centran sus esfuerzos para intercambiar información de cara a las reuniones de los comités de gestión de la UE. Nunca se han mostrado interesadas por establecer interlocución política al más alto nivel (cuyas reuniones son valoradas de poco eficaces, y consideradas una pérdida de tiempo), por lo que no tienen que percibir que su capacidad de influencia disminuirá en el nuevo ministerio. Los intereses sectoriales de la producción agraria no pierden por tanto relevancia, sino que conservarán la que han tenido siempre en el entramado administrativo del antiguo Ministerio de Agricultura, pudiendo continuar ahora con la estrategia instrumental y pragmática de interlocución que caracteriza a estas organizaciones especializadas.

La industria alimentaria

Entre las opiniones favorables a la creación del nuevo ministerio destacan las expresadas por las industrias alimentarias, a través de la FIAB, lo que puede parecer sorprendente a primera vista, ya que los temas que les afectan más directamente quedan diluidos en una macroestructura donde hay que descender hasta el nivel de direcciones o subdirecciones generales para localizarlos.
Sin embargo, hay que tener en cuenta dos aspectos para comprender la reacción de la FIAB. El primero, de carácter personal, es la excelente relación que esta Federación ha mantenido con el antiguo Secretario General de Agricultura (Josep Puxeu), convertido ahora en Secretario de Estado, por lo que es lógico que esperen continuar con la interlocución fluida que han venido desarrollando. El segundo aspecto es de carácter institucional, más en la línea de lo señalado anteriormente para las asociaciones especializadas de tipo sectorial. Aunque la cúpula dirigente de las industrias alimentarias (su federación FIAB) tiene, al igual que las tres organizaciones profesionales agrarias, vocación de interlocución política, lo cierto es que las asociaciones sectoriales que la componen (sea, por ejemplo, Asocarne para los mataderos, Fenil para las industrias lácteas, Anierac para las envasadoras y refinadoras de aceites comestibles, o Afhse para las harineras, por citar algunas) suelen estar interesadas, sobre todo, en una interlocución de tipo instrumental con instancias inferiores de la Administración, con objeto de intercambiar información sobre aspectos técnicos de la reglamentación en materia alimentaria, una dinámica ésta de interlocución que no tiene que verse afectada con la creación del nuevo ministerio. Si a eso se le une la sensación que pueden tener de haberse quitado un peso de encima al desaparecer el ministerio de medio ambiente (inasequible en su celo controlador), puede entenderse mejor la reacción de la FIAB.

Conclusiones

En definitiva, con la medida de crear este ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino, el presidente Zapatero toma nota de la necesidad de reorientar las relaciones entre agricultura, territorio y medio ambiente en lo que se refiere a la gestión de los espacios naturales, apostando por integrar estas áreas competenciales siguiendo la estela de lo sucedido en otros países europeos (Reino Unido, Grecia, Alemania,…) como respuesta al nuevo escenario de cambios en la esfera internacional.
Lo que ocurre es que esta decisión tiene efectos internos de mayor calado, yendo más allá de la simple integración de áreas competenciales interrelacionadas (como las agroalimentarias, las pesqueras y las ambientales). De hecho, el Gobierno abandona (sin dar más explicaciones, ni hacer balance de la gestión desarrollada, ni haberlo incluido en el programa electoral) el anterior modelo de vehicular en torno a un ministerio exclusivo de Medio Ambiente el reto de velar por la aplicación generalizada del principio de sostenibilidad en las distintas áreas de gobierno. Puede argumentarse desde el Gobierno que, con el nuevo superministerio, este reto sigue presente, pero la realidad es que se acumulan demasiadas competencias en él como para pensar que será una tarea fácil, sobre todo si tenemos en cuenta que la gran mayoría de estas competencias corresponden a materias pertenecientes (de forma exclusiva o compartida) al ámbito de las Comunidades Autónomas.
El éxito de su empeño va a depender, por tanto, de varias cosas. En primer lugar, de la capacidad política del equipo que se sitúa al frente de este macroministerio para ejercer el necesario liderazgo en la coordinación de las demás áreas de gobierno en temas ambientales de carácter transversal (tanto en lo que se refiere al medio ambiente “verde” como al “gris”), al tiempo que de su capacidad para afrontar la gestión de la ingente cantidad de temas que ocuparán su agenda política. En segundo lugar, de su habilidad y mesura para encontrar un justo equilibrio entre la lógica productiva y la lógica conservacionista a la hora de tratar los temas relacionados con la agricultura, el medio ambiente y los espacios rurales, aprovechando la sinergia entre funcionarios y técnicos procedentes de áreas hasta ahora disociadas, e incorporando una cierta visión estratégica a problemas que, en la práctica, serán gestionados por los gobiernos de las CC.AA. En tercer lugar, de su capacidad de interlocución en las correspondientes conferencias sectoriales con estos gobiernos regionales que, en su gran mayoría, mantienen la tradicional separación de las competencias agrarias y ambientales en dos o tres consejerías. Y finalmente, de su amplitud de ideas para tratar los temas agrarios y alimentarios con una visión interprofesional, que no excluya, sino que incorpore, la dimensión territorial como recurso para afrontar los retos de la competitividad y de la cohesión económica y social en las áreas rurales.
Por eso, creo que todos los grupos implicados tendrán que hacer un esfuerzo de reflexión sobre las posibilidades que ofrece el nuevo escenario, más allá de que guste más o menos el nombre del nuevo ministerio o que se esté o no de acuerdo con su estructuración interna. Los grupos ecologistas deberán analizar el nuevo escenario como una nueva estructura de oportunidades para combinar concertación y movilización, tras una etapa en la que ha primado más la primera que la segunda dimensión de la acción colectiva y donde algunas organizaciones han sabido situarse mejor que otras.
Respecto a las organizaciones profesionales agrarias, tendrán que posicionarse en el nuevo escenario y definir una estrategia apropiada para seguir ejerciendo sus tareas de representación e interlocución. Tal definición debiera comenzar con la consideración de que ya no es posible seguir persiguiendo la exclusividad en el área de la interlocución, pues los temas relacionados con la agricultura han trascendido el ámbito de la producción para extenderse al del consumo, la calidad alimentaria, la salud, la distribución, el territorio o el medio ambiente, ampliándose, por tanto, el abanico de grupos interesados en participar en el debate sobre estos temas. Probablemente, para organizaciones como ASAJA o la CCAE no sea tan urgente replantearse su discurso y estrategia (claramente ya orientados a la producción, los mercados, la competitividad empresarial y la dinámica sectorial), pero para las organizaciones representativas de la pequeña agricultura familiar, sí debería serlo, viendo el nuevo escenario no como una amenaza, sino como una oportunidad.
En este escenario, organizaciones como UPA y COAG deben continuar con el esfuerzo que vienen haciendo por ampliar su horizonte de miras y erigirse en representantes de un tipo de agricultura (la denominada “multifuncional”) que no es caduca, ni de baja competitividad, sino expresión de una nueva modernidad, de una nueva forma de ser un buen profesional en el sector agrario. En definitiva, de una agricultura que continúa siendo necesaria para el desarrollo de las áreas rurales por su estrecha vinculación social y económica con el territorio. Ahí pueden ocupar estas organizaciones un interesante espacio como referente para muchos agricultores cuya supervivencia dependerá, obviamente, del apoyo social que reciban, pero, sobre todo, de su capacidad para combinar producción agraria y diversificación de actividades en sus explotaciones, y de su voluntad para implicarse activamente en la dinamización de las comunidades rurales y en la gestión compartida de los espacios naturales circundantes.

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